miércoles, 30 de diciembre de 2009

El dios de las pequeñas cosas

Ella, aburrida, recorría la habitación en busca de algo entretenido. El día de los inocentes estaba llegando a su fin y ningún sobresalto había alterado el transcurso normal de la jornada en aquel pequeño pueblo vallisoletano. Podría ser un punto se suerte, pero ella esperaba, a menos por parte de su hermano menor, una pequeña inocentada que indicara que él era el señor de las bromas y romper así el hastío de aquel día incesantemente lluvioso.
Con los radiadores calientes, intentando adecentar el hogar, aislando el frío del exterior; la persiana bajada hasta más de la mitad, dejando ver la oscuridad a través de la ventana, y una luz tenue de la lámpara colgada del techo, la habitación daba la impresión de ser un cuarto acogedor. Se podía oler a metros que se trataba de una habitación cargada de recuerdos y buenos momentos.
Ella, cargada de entusiasmo, abrió un armario en el que, hace años, se había guardado su ropa de diario.
Pudo ver una muñeca de su niñez, vesida con un bonito traje rosa, tumbada en la parte inferior del armario, donde reposaba con los ojos cerrados.
A su lado, un montón de topa, talladapara niños de unos cinco años, se encontraba perfectamente doblada.
Una fuerte nostalgia invadió el cuerpo de ella, que sintió como si hubiesen pasado década desde la última vez que había estado alló.
En la estantería superior del armario, había una bolsa de plástico de un color ocre repleta de libros. La bajó y comenzó a sacarlos poco a poco. Títulos de cuentos, de libros de dibujos para colorear, que ilustraban sus primeros momentos de lectura. Hojas repletas de breves historias que hicieron que ella abandonara el mundo real y la nostalgia y el recuerdo pasado se apoderasen de nuevo de sus pensamientos. Voló hacia una época no demasiado lejana, donde tomaba esas historias por primera vez y disfrutaba de ellas como una niña. Con esos libros, nació un amor por la lectura que se mantenía hasta la actualidad.
Ella volvió a la Tierra cuando un nuevo libro rozó sus manos. Su portada no sugería una historia infantil ni un cuento parecido. Era como si se hubiese extraviado de su lugar, cual fuera, para aparecer allí. Ella lo tomó. Leyó el título: “El dios de las pequeñas cosas”. Era convincente. Leyó también el resumen por la parte de atrás. Interesante. Parecía muy interesante. De repente, sintió unas ganas terribles de tumbarse encima de la cama y leer y leer esa historia durante muchas horas. Sin embargo, Javier Reverte todavía seguía allí y debía acabar “El médico de Ifni” antes de empezar con una nueva historia.
Una luz de ilusión inundaba los ojos de la muchacha, donde por azar o determinismo, ese libro, de tapa roja, había aparecido allí, en ese armario, haciendo que ella abandonase su aburrimiento en ese 28 de diciembre, y las ganas por leer aumentaran fuertemente. Su única esperanza en aquel momento, fue que la historia no le defraudara y mereciese, a su juicio, la pena.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Una pequeña sonrisa a cambio