lunes, 21 de septiembre de 2009

Canción de amor y oficina

Entre la rutina del trabajo, el estrés y el aire acondicionado de la oficina, Mariela disfrutaba de su descanso no autorizado de cinco minutos. Con su café en una mano y su cigarro encendido en la otra, miraba por la ventana. Veía a la gente pasar de un lado a otro, los coches intentando aparcar sin éxito, oficinistas que salían del trabajo, otros entraban. Algunos jóvenes disfrutando del maravilloso sol de mediados de mayo en el parque de enfrente.
Mariela suspiraba deseosa de acabar ese día, de quitarse los tacones y ver una película de esas de llorar mientras comía palomitas, tapada con una pequeña manta...
Paseaba su mirada mientras sus pensamientos iban a lo suyo. De pronto, algo le hizo volver a la Tierra. Su mirada se fijó en el edificio de enfrente. Cuarto piso. Allí, una mujer hermosa, de cabellos lisos y rubios, tan rubios como el oro, lloraba frente a un espejo. Mariela no podía dejar de mirarla. Era tan bella... pero esa belleza quedaba tan eclipsada por su lloro.
Ella sentía unas ganas atroces de ir hasta su lugar y abrazarla. Pero no lo hizo. Al día siguiente, a la misma hora, Mariela volvió a mirar por la ventana. Y allí estaba ella. En la misma posición del día anterior. Frente al espejo. Con las mismas lágrimas. Con la misma mirada perdida.
Al día siguiente ella seguía ahí. Y al siguiente. Y al siguiente. Mariela la miraba todos los días. Sentía algo muy fuerte hacia la chica que solo lloraba. Amor. Un amor tan especial que nunca había sentido por nadie.
Hasta que, un día, empezó a seguirla. Se quedaba después del trabajo y esperaba a que saliese de
casa para ir detrás de ella. Siempre hacía lo mismo. Caminaba una media hora, cogía un autobús hasta salir de la ciudad y se tumbada en un parque solitario, a pensar. Todos los días hacía el mismo trayecto. Una tarde, Mariela quiso declararse a la chica. Quería decirlo todo lo que sentía...
Llegó al trabajo a la hora de siempre. Dejó su bolso al lado del ordenador y se dirigió a la ventana. Miró al edificio de enfrente. Al cuarto piso. No había nadie. Siguió atenta el resto del día, pero no había rastro de vida. Ni al día siguiente, ni al siguiente.
Nunca más volvió a saber nada de la chica que siempre lloraba.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Una pequeña sonrisa a cambio