jueves, 12 de noviembre de 2009

Ella, abatida, lloraba en el suelo. Su rabia, furia, desconsuelo y temor compartían reproches en el pañuelo de la desolación.
Se sentía sin fuerza, como una pobre pusilánime sin el valor de ponerse en pie.
Cohibida, bloqueada, apagada, deseosa de desaparecer del mapa, borrar su huella. Desaparecer.
La lluvia intensa le mojaba el cuerpo, inundaba su pena.
Él apareció sin ser llamado, con su paragüas oscuro, entre aquella soledad. En su rostro, se mostraba una sonrisa de compadecimiento. De cercanía.
Lentamente, estiró su mano, a la vista de aquella muchacha, carente de espíritu.
-Levántate. No se pierde por haberse caido. Se pierde por admitirlo y permanecer haciendo compañía al suelo.
-¿Por qué has venido? - dijo la chica, más aturdida aún. Una lágrima se derramó a través de su mejilla.
-Sentí que necesitabas ayuda – se limitó a contestar. Un brillo de sinceridad inundaba sus ojos.
La muchacha estiró su brazo y entrechocó su mano con la de su salvador. Sintió su calor, su fuerza, sus ánimos.
Él la ayudó a levantarse, sin, en ningún momento, borrar esa sonrisa de su rostro que daba tanta fuerza a la muchacha.
Sintió entonces, que debía continuar y no mirar hacia el pasado. Pensar que todo empezaba en ese instante.
-Gracias – dijo ella, con un ligero titubeo.
La agonía y el sufrimiento se fueron junto al dolor.
Lo peor había pasado.

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Una pequeña sonrisa a cambio