jueves, 12 de julio de 2012

prohombre

Durante muchos años me dijeron que la poesía significaba rima. 
Asonante, consonante.
En mi etapa literaria pretendía constantemente, sin fruto alguno, o pésimo si lo lograba, alcanzar esa repetición de fonemas a partir de la sílaba tónica al final de uno o varios versos.
Conseguía frustrarme cuando no obtenía una palabra que rimara con abejorro.
Todavía me pregunto quién fue aquel incomprendido que empezó a hacerme creer esa estúpida tesis de 'poesía equivale a rima'. Arruinó innumerables instantes de mi vida y transformó esos intentos inocentes de creación de literatura en banales conjuntos de palabras, sin más sentido que la pretensión de lograr esa repetición fonética...
Pero, de repente, llega un momento en la existencia de una persona en la que se decide romper las horribles cadenas que indican sumisión, aprobación, consentimiento a todo aquello que se es dicho, para arrimarse las alas al hombro y echar a volar. Sin más equipamiento que incertidumbre e ilusión. 
Y fue entonces, cuando un nuevo mundo se abrió a mis pies. Descubrí que todo aquello que había oído durante toda mi vida, hasta ese momento, no era más que una idea carente de sentido. 
No recuerdo el día, el mes, el instante exacto. Considero que los buenos momentos no están marcados en el calendario. Hay ocasiones en las que no se está pendiente de la hora. 
Sin embargo, aquella situación significó un antes y un después en mi conocimiento de la poesía; o mejor dicho, la idea de producirla por mí misma. 
Fui capaz de cerciorarme que Mario Benedetti hacía poesía, pero no veía rima por ninguna parte. 
¿Incoherencia? No lo creo. 
Por lo tanto, hubo algo en mi interior que cambió. 
Como una de tantas veces que sucede a lo largo de una existencia. 
Porque hay cosas que no pueden ser explicadas, indicadas, comentadas a ciencia cierta. 
Nada es absoluto. Todo es relativo. 
Y, a veces, es mejor conocer de primera mano, destapar ese velo que se es colocado por quien considera tener la razón y resulta serle escapado tan pronto como un suspiro.



Quién me iba a decir que el destino era esto


Ver la lluvia a través de letras invertidas,
un paredón con manchas que parecen prohombres,
el techo de los ómnibus brillantes como peces
y esa melancolía que impregna las bocinas.

Aquí no hay cielo,
aquí no hay horizonte.

Hay una mesa grande para todos los brazos
y una silla que gira cuando quiero escaparme.
Otro día se acaba y el destino era esto.

Es raro que uno tenga tiempo de verse triste:
siempre suena una orden, un teléfono, un timbre,
y, claro, está prohibido llorar sobre los libros
porque no queda bien que la tinta se corra.



Angelus,  
M.B.

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