Si tengo
que elegir entre derecha e izquierda, prefiero la última. Entre blanco y negro,
norte o sur, dependo del modo en el que mire. Entre la fuerza verbal y física,
rechazaría llegar a las manos. Genética, más bien.
Entre
“bien” y “mal”, me quedo con la última. No sé por qué siempre es la menos
aceptada, la que implica error, imperfección y siempre va acompañada con un
tono de voz humillante, con reproche y cierto aire de victoria del que lo dice
hacia su receptor. Pero como yo, entre pesimismo y optimismo, siempre tiro
hacia adelante, elijo lo equivocado. Quizás, porque asumo eso de que nadie es
perfecto y lo incorporo a mí misma la primera, predicando con el ejemplo. Pero
quedarse con el “bien” es la parte bonita. Una vez llegado a esa parte…ya no
queda nada más.
Es más
divertido equivocarse, intentarlo de nuevo, escuchar cómo quien pretende
guiarte desquicia en su propósito, ver en sus ojos la desesperación, y
mientras, mantener la afirmación de “a la tercera va la vencida”. Pero cuando
la torpeza forma parte de la vida cotidiana, se sabe de antemano, que eso no
será así. Sin embargo, siempre dijeron que lo que cuenta es la intención, Roma
no se construyó en un día, o más vale maña que fuerza. Hasta este momento, para
mí, esta última es una de las grandes excusas de mi día a día. Genética,
repito.
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